Apagadas

Nunca había estado tanto tiempo sin escribir. Y no porque no tuviera necesidad, que la tenía. Era porque costaba encontrar palabras para describir algo que estaba enquistado, que no cambiaba, que estaba tan profundamente enterrado que se había vuelto parte de él. A veces le venían ideas, o sentimientos, o palabras sueltas, pero no podía ponerlas por escrito. Y cuando podía, la  apisonadora de la rutina diaria borraba cualquier rastro de oportunidad de escribir.

Sin embargo, aquel sábado iba a verla de nuevo, después de tanto tiempo que había perdido la cuenta desde la última vez. Desechó otros planes, probablemente más fructíferos, y apostó por Ella de nuevo: nada iba a cambiar, pero si conseguía colgarse de Sus ojos una vez más, si lograba aspirar su delicioso perfume o rozar Su piel por un instante, volvería después a su balcón con la sangre tan ardiente que las palabras volarían solas.

Pero cuando llegó al restaurante, se encontró con la noticia de que Ella no iba a acudir. Si ya era una mala noticia, enterarse por terceras personas se volvió casi doloroso. Así que aguantó la velada como pudo, con el humor tan negro como el ánimo, y se volvió a casa tan pronto como le fue posible.

Salió a su balcón con un bourbon doble en una mano y la botella en la otra, sospechando que las palabras se habrían esfumado de nuevo. Se sentó, conectó los auriculares, dio un sorbo largo a su copa y miró a un balcón a su izquierda: las perennes luces navideñas, las que se habían convertido en símbolo de lo utópico, de la última esperanza ingenua e irracional, volvían a estar apagadas.