A veces se preguntaba por qué no se escribían más a menudo, o quedaban, o se llamaban, especialmente ahora que, al menos él, ya no tenía que fingir, o esconderse, o disimular, o elaborar complejas coartadas que los protegieran a ambos.
Pues suponía que, probable y sencillamente, porque apenas quedaba nada entre ellos que decir. Y aquello sí que era sencillamente desolador.