Apurando hasta la última gota de bourbon que quedaba en la botella, subió el volumen de la música y cerró los ojos, dispuesto a dejarse llevar.
Lo que le vino a la cabeza fueron imágenes de aquella noche que nunca sucedió, en la que los dos corrían por las calles, y bailaban en los bares, y se bebían los océanos, y terminaban apoyados en la barra mirándose fijamente con sus caras a quince centímetros del otro, aguantando a ver quién era el primero en rendirse y romper aquella distancia hasta los labios.
Imágenes de una noche que, de haber sucedido, quizá les hubiera permitido cerrar aquel capítulo que les mantenía encadenados, que les obligaba a seguir deseando algo que nunca iba a ocurrir, que les mantenía conectados incluso a pesar de ellos mismos.