Sabía que el momento llegaría antes o después, y después de dos meses, ya empezaba a notarlo: la soledad, vieja compañera de viaje; echaba de menos el cariño, el contacto, las miradas, los roces, los besos, la pasión, contenida o no.
Y, aunque añoraba todas aquellas cosas, seguía tranquilo porque sabía que antes o después volvería a encontrarlas. El problema real, y su mayor miedo, era admitir que no las hallaría dónde él deseaba, y que nunca lo haría en ningún «lado» hasta que no lograra desengancharse por completo.