Había tratado de digerirlo durante toda la semana, pero por más que lo masticaba no lo conseguía: no era solo que se hubiera tenido que enterar de sus problemas de salud, o de su nueva actividad deportiva, o de sus vicisitudes laborales por conversaciones ajenas que percibía casi sin querer por culpa de su oído con una agudeza fuera de lo normal. Lo peor fue que la única vez que Ella se dirigió a él, la única vez que utilizó aquella voz, aquel tono que a él le hacía enloquecer, fue para pedirle «que no se escondiera tras unas gafas de sol».
¿De verdad podía pensar Ella que él sentía la necesidad de esconderse? Puede que de llorar sí, de desahogarse, de despotricar, de romper algo, incluso de beber más de la cuenta. Pero, ¿de esconderse?
Cuatro días tardó en darse cuenta de que no iba a entender aquellas palabras, y mucho menos lo que podía haber en Su cabeza para llevarle a pronunciarlas. Así que decidió que le venía mucho mejor suturarse aquella nueva herida en el corazón y soñar con que, por casualidad, milagro o equivocación, Ella se sentaría un día a hablar con él para explicárselo.