Cuando llegó, Ella ya estaba sentada. Se saludaron educadamente, y él tomó el siguiente asiento libre que había, lejos de Ella y sin visión directa. Una leve brisa primaveral se levantó, de forma que a él le llegaba el aroma de sobra conocido de Su perfume, con tanta claridad como si estuviera a treinta centímetros de Ella. Se le hacía imposible mantener conversiones con Su perfume inundando cada hueco de su interior, por más que tratase de ignorarlo y mostrarse indiferente. Daba igual que mirara a otro lado, que cerrase los ojos o que obviara Su voz, la brisa le recordaba a cada instante que Ella estaba allí.
Y sin embargo, eso fue todo lo que recibió de Ella aquel día, su perfume. Ni una sola palabra, ni un gesto, quizá alguna mirada imperceptible tras Sus gafas de sol, pero nada más. De no haber sido por la brisa y Su perfume, ni siquiera habría decir si Ella estaba o no allí, a un metro y medio de distancia física, pero a millones de años luz de distancia emocional.