Llevaba días sin escribir. Y no porque no acudieran las palabras, que revoloteaban por su cabeza como en una película de Hitchcock. El motivo era que, si era honesto, tenía que escribir sobre lo único que no quería escribir: sobre el final. Lo veía venir desde meses atrás, desde aquella maldita guerra ajena que tanto daño les hizo, y salvo momentos puntuales en las navidades, Ella se alejaba cada día como si fuera miembro de una misión a Marte, con todo lo que ello implicaba. Ni siquiera una casualidad tan grande como coincidir en la misma carretera con sus coches en un día cualquiera era algo excepcional para Ella, no como antes. Sus menajes eran escuetos, neutros, como para un compañero de trabajo y no para un amigo, y mucho menos para alguien especial. Eso cuando contestaba, claro.
Así que sí, no quedaba más remedio que admitir que las señales eran inequívocas. Pero es que se trataba de Ella, de la única Ella que había habido y que iba a haber en su vida. Y aquello le aterraba. Sabía que, de todos los cambios pendientes en su vida, aquel era el único que le daba miedo de verdad.
Si solo pudiera… Al menos una vez…
Miedo a admitir.