Como fue el último en llegar, le tocó sentarse en el sitio más alejado de Ella, así que no le quedó más remedio que limitarse a contemplarla. No es que estuviera poniendo demasiado empeño en la tarea porque no quería obsesionarse, al menos hasta que Ella, aún desde la otra punta de la mesa, comenzó a darle conversación. Entonces volvieron a caer sus defensas y se vio preso de sus ojos, hechizado por su voz, atraído por aquellos labios que tanto había deseado acariciar con los suyos. Y volvió a gozar de Su compañía, y creyó volver a percibir aquel matiz de insatisfacción en Su voz por tener que marcharse antes de tiempo.
Pero en cuanto Ella se hubo marchado se dio cuenta de que no había caso, de que su oportinidad, si alguna vez la tuvo, hacía tiempo que se había marchitado. Disfrutar de su compañía sería su triste premio de consolación.