Había días en que se levantaba triste, y no sabía por qué. Sí que conocía la raíz de fondo, porque ésa permanecía inalterable, pero que le costara un mundo sonreír sin razón aparente, le quemaba mucho.
Hasta que apareció Ella, claro. Todo se oscureció, todo se silenció, todo se convirtió en nada excepto Ella y sus ojos refulgiendo como el sol, clavándose en los suyos como la mismísima lanza de Leónidas. Cuando Ella llegaba, ya no había ni penas, ni dolores, ni nada excepto un deseo irrefrenable de estrecharla entre sus brazos y besarla para siempre.