Cruzaba los dedos, estaba dispuesto incluso a rezar, pese a su ateísmo casi definitivo. Era capaz de casi cualquier cosa, con tal de que no se estropeara el plan del día siguiente: algo tan sencillo como pasar una tarde juntos, tomar un café, charlar, mirarse a los ojos hasta que se derritieran, y soñar despiertos.
Algo tan simple como poder devolverle aquellas dos palabras que llevaba tan dentro: «anda, ven»